En los años decisivos del declive del imperio asirio y de despunte del babilonio, un joven Jeremías comienza a predecir la destrucción próxima de Jerusalén. Tal denuncia acarrea su encarcelamiento y el desprecio de las gentes, el ser arrojado a una fétida cisterna en desuso, e incluso el estar a punto de ser linchado por derrotista, por vendido a los caldeos. Pero la poesía de sus oráculos y confesiones no cesa de martillear los oídos de reyes, ministros, profetas, sacerdotes y del pueblo de Yahvé, y hasta de increpar al mismo Dios que le había obligado a ser su boca.