Una vez transcurridos cincuenta años de la celebración del Vaticano II habría que reflexionar sobre cuál es su herencia permanente, que es indicativa de que todavía hoy el Concilio puede ser saludable. Es verdad que las últimas décadas han sido testigos de cambios culturales imprevistos en el Concilio, y es necesario seguir leyendo los signos nuevos que van surgiendo en el tiempo. Pero, tanto en la visión de la Iglesia como en su relación con el mundo, el Concilio abrió perspectivas y sugirió claves fundamentales que son imprescindibles para la renovación de la vida cristiana y para su misión evangelizadora.