Estuve en Nueva York en el verano de 2016. Arribé sin contactos, sin pistas que seguir, sin un guía que me esperara, pero con el entusiasmo de andar. Una sola cosa tenia en claro: las huellas que buscaba, las pisadas que debía seguir, los indicios que me permitirían levantar el andamio para asomarme a través de las ventanas y aprehender y entender las realidades entrelazadas de familias que escaparon por carecer del derecho a no migrar. Familias escabullidas del desgajamiento del tejido social. De la violencia que ahoga comunidades enteras. Estaba cierto de lo que buscaba; al menos así lo vería al topármelo. Para conseguirlo se imponía observar, cuestionar, husmear, inquirir, escudriñar, indagar, sentir, platicar, caminar, escribir, curiosear, convivir. A no dudar, todo lo escuchado, lo visto, lo encontrado, lo atrapado sería material cronicable para dar cuenta de las idas y retornos de los migrantes mexicanos.