De tal palo, tal astilla
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Si no fuera por ese privilegio maravilloso y descomunal que se ha otorgado á los novelistas para descubrir lo más recóndito, leer lo que aún no está escrito, y hasta hablar de lo que no entienden una jota, apuradillo me viera yo en este instante para describir el lugar de la escena con que doy comienzo á la presente historia. Tan obscura es la noche, tan deshecha la tempestad, tan profunda y angosta la hoz en cuyo esófago mismo hemos de penetrar para ver lo que allí pasa.
Cierto que, siguiendo los procedimientos de muy acreditadas escuelas, alguien en mi caso intentara un esfuerzo de inducción, aplicando ora el oído, ora las narices, ora las manos, allí donde los ojos son inútiles por la intensidad de las tinieblas; y anotando este rumor y aquel estruendo, cierto tufillo de sótano ó de ortigas ó de musgo; tal cual aroma de poleos y zarzamora, y haciendo con todo este acopio una discreta y erudita excursión por los campos de la geología, de la química orgánica, de la física experimental y hasta por la Ley de aprovechamiento de aguas, llegara á darnos, no ya las partes componentes del misterio, sino su panorama en realce, con su flora y su fauna correspondientes. Yo admiro tan ingeniosa sapiencia; pero sin rubor declaro que no la poseo, y que, por ende, no intento salir del apuro valiéndome de tales procedimientos. Lo mismo fuera meterme con los ojos cerrados entre el fragor de un terremoto.